Cuando su hermana Marta le llama para invitarlo a la cena de
navidad, Monroe Jackson se estremece. Limpia el auricular con un pañuelo de
algodón antes de colgar y se pregunta cómo ha podido aceptar esta invitación.
Se sienta en el sillón de terciopelo azul forrado con plástico transparente y
abre el periódico por la sección de necrológicas. " Me tranquiliza
encontrar a algún viejo conocido y darme cuenta que sigo aquí”, se dice de
tanto en tanto.
La noche del veinticuatro de diciembre se dirige en taxi
hacia el norte de la ciudad. Un largo abrigo negro le cubre los tobillos, un
sombrero de ala ancha oculta su frente tensa y unos guantes de piel con forro
morado le dan calor. Llama al timbre tres veces y espera.
―Hola Monroe.―le recibe su cuñado con una gran sonrisa que
parece forzada.―Bienvenido a nuestra casa ―. Le estrecha la mano con tanta
fuerza y determinación que se queda inmóvil en el portal.
―Quítate el abrigo. Marta te guardará el sombrero en la
habitación de invitados ―, le invita el cuñado mientras se dirigen al salón
comedor. Monroe se queda inmóvil mientras Marta le da un abrazo y un beso en la
mejilla.
―Hermano, ya era hora de que conocieras mi hogar. Hacía
tiempo que deseábamos verte. Ya está la mesa preparada ―. Su hermana le
acompaña mientras le señala un sofá blanco que ocupa gran parte de la
estancia.―Relájate. Sé que esto es difícil para ti. ¿Quieres tomar algo? ―, le
pregunta mientras señala con el dedo que se quite los guantes.
―Preferiría dejármelos puestos. Ya sabes que no me gusta
tocar las cosas ―, responde Monroe mientras se arrellana en el sofá con los
pies y las rodillas juntos. Se empieza a sentir algo incómodo pero decide
disimular. Al fin y al cabo, Marta es su única hermana y hace más de seis años
que no se ven.
Monroe se da cuenta como Marta y su marido se miran y ella
encoje los hombros mientras se dirige a la cocina. Su marido pone los ojos en
blanco y respira hondo.
Monroe echa un vistazo largo a toda la casa. Frunce el ceño
cuando se da cuenta de la cantidad de cuadros que cuelgan en las paredes, las
lámparas de pies retorcidos y las delicadas vajillas en las vitrinas. Por un
momento recuerda su pequeño hogar, austero y sencillo hasta el extremo, y se
convence de cuan diferentes son ambos hermanos.
Se dirigen a la zona de comedor. Un gran centro de flores y
un candelabro de plata presiden la enorme mesa. El cuñado le indica su silla y
Monroe saca un pañuelo del bolsillo de los pantalones. Lo sacude con fuerza
para desdoblarlo y limpia el asiento con cuidado. Monroe escucha como Marta le
da un codazo en las costillas a su marido indicándole que se calle. ¿No
recuerdas como es mi hermano?, parece que le dice con la mirada. Ambos respiran
hondo.
Cuando Marta llega de la cocina con el pavo asado lo deja en
el centro de la mesa y su marido sirve vino. Monroe rebusca en los bolsillos de
su chaqueta y finalmente saca un estuchito de piel alargado. Abre el corchete y
saca unos cubiertos de plata muy relucientes. Coge el tenedor y el cuchillo
solo con los dedos índice y pulgar y los deposita al lado de su plato.
―Esto ya es el colmo, Marta ―, explota su marido levantándose
de repente apoyado en la mesa.
―Cariño, siéntate ―, le suplica ella.
―No, mi amor. Esto es demasiado. He aceptado que le invitaras
porque llevas muchos años sin verlo y me lo pediste con insistencia ―, las
mejillas se le hinchan y la frente se le torna de un color rosadito subido de
tono.
Monroe se queda quieto y lo mira mientras Marta se tapa la
cara con las palmas de las manos y empieza a sollozar. Ahora recuerda por qué
no debió aceptar esta invitación.
Cuando el marido de su hermana termina con su perorata
despectiva, Monroe se levanta lentamente, entrecruza los dedos de ambas manos
para ajustarse los guantes de piel y gira la cabeza hacia su hermana.
―Esto ha sido un error, hermana. Nunca debí venir.
―Monroe… ―suplica con los ojos vidriosos.
―Tu marido tiene razón, ―se dirige a su cuñado― hace
demasiados años que no nos vemos. Y alguna razón habrá, hermana.
El marido de Marta niega con la cabeza y sus ojos parecen que
van a estallar mientras Marta se limpia las lágrimas con los pulgares.
―Antes de irme, permitidme ir al baño ―, pide Monroe a su
hermana y esta le responde con un movimiento de cabeza.
―Te acompaño, Monroe ―, contesta el cuñado.
―No hace falta.
Monroe cierra la puerta del baño del piso de arriba. Se quita
los guantes que deja delicadamente uno encima de otro en la repisa que hay bajo
el espejo. Abre el grifo de agua caliente y se lava cuidadosamente las manos
sin jabón. Se las seca con el mismo pañuelo con el que ha limpiado la silla y
baja las escaleras. Recoge su abrigo y el sombrero. Ha sido un error, se dice a
sí mismo.
―Lo lamento, hermana. ―se despide de ella desde la puerta
principal ―. Quizás en otra ocasión.
Su cuñado le abre la puerta y le tiende la mano para
despedirse. Monroe no le devuelve el saludo y sale. Se dirige cabizbajo calle
arriba y se levanta las solapas del abrigo para darse calor en la garganta.
Mete las manos en los bolsillos y entonces se da cuenta que se ha dejado los
guantes en casa de su hermana. Monroe duda por un instante si volver a
recogerlos. Encoge los hombros y finalmente decide seguir caminando de vuelta
al hogar. Recuerda que en el cajón de la cómoda tiene seis pares más de guantes
de piel, todos negros con el forro morado. Esa imagen en la mente le
tranquiliza y se imagina poniéndose el pijama de cuadritos y metiéndose en la
cama. Hoy no encenderá el brasero: se está quedando sin carbón y hay que
ahorrar.
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