domingo, 9 de junio de 2013

EL HOMBRE DEL ASCENSOR


El hombre del ascensor pasa ocho horas al día dentro de su lugar de trabajo. Sube y baja por el edificio de oficinas. Todo el día. Del sótano al ático, del entresuelo al vigésimo piso y de ahí de nuevo al recibidor.

Hace muchos años que cada noche, antes de acostarse, ensaya la que es su sonrisa cordial ante el espejo. Ha de tratarse de una sonrisa comedida, no muy forzada, que parezca natural. Una sonrisa que transmita serenidad y confianza. La comisura de sus labios debe tensarse en su justa medida. Reconoce que a pesar de llevar media vida en el oficio, todavía le cuesta intentar esconder el pequeño hoyuelo que, de tanto en tanto, le aparece en la barbilla.

 

A la hora del té una mujer alta y gorda con abrigo de visón de color rojo chillón entra en el ascensor.

―Al decimoquinto―, le dice sin mirarlo a la cara. Y se coloca de cara a la puerta, al final del habitáculo.

Paran en el tercero y sube un hombre trajeado con maletín de cuero en la mano derecha. Sonríe y parece que asiente para sí mismo.

―Buenas tardes tengan ―, dice con una alegría inusual en esta jornada de jueves ―. Un día precioso, hoy, ¿verdad?

La mujer estirada lo mira impasible y levanta una ceja en señal de aprobación.

―¿A qué piso, señor?

―Al decimoquinto por favor. Disfrutemos del viaje.

 

El hombre sonriente empieza a tararear una melodía conocida cuando el ascensor se para en el octavo piso. Una pareja de secretarias en falda gris por las rodillas entra riendo y hablando bajito. Miran los zapatos de la mujer de atrás y sus grandes anillos de oro y unas risas juveniles estallan bajo sus narices.

―¿A qué piso van, señoritas? ―, pregunta el hombre del ascensor

―Vamos al piso quince, gracias ―, responde la más alta de ellas.

Las puertas se cierran de nuevo y el hombre del ascensor se queda quieto al lado del cuadro con los botones luminosos. Empieza a repasar mentalmente los minutos que le quedan hasta el fin de la jornada y una tímida sonrisa hace sombra en la comisura de sus labios. Se da cuenta y se corrige la expresión.

 

Hasta el decimotercer piso no paran y las puertas se abren de par en par. No hay nadie esperando. El hombre del ascensor saca la cabeza y la gira a derecha e izquierda para comprobar que efectivamente no haya nadie esperando. Al fondo del pasillo le parece ver un globo rosa que se pierde en la esquina. Cierra de nuevo y continúan su viaje ascendente.

El hombre trajeado ha dejado de tararear y ahora repiquetea los dedos en su maletín. La gorda del visón parece muerta toda estirada en la parte trasera mientras sujeta con fuerza su bolso de Chanel. Las jóvenes han callado y una de ellas se muerde las uñas.

―Piso quince. Pasen un buen día―, dice el hombre del ascensor con voz aséptica y mantiene las puertas abiertas mientras van saliendo los pasajeros.

―Señoras. Caballero ―, saluda con la cabeza y un amago de sonrisa, que ya no intenta disimular, asoma de repente.

 

Al terminar la jornada, el hombre del ascensor se ha cambiado de ropa y ahora lleva un sombrero de ala gris y zapatos de cordones. Están algo desgastados. Un viento helado le golpea la cara y esconde la frente bajo el sombrero.

 

En la esquina se topa con el secretario general del quinto piso.

―Hombre, Manolo, ¿dónde vas tan cabizbajo? ―, le espeta el joven golpeándole la espalda.

―Ya he terminado por hoy, señor.

―Creía que vendrías a la despedida del director general. Le han montado una fiesta en el piso quince. Hoy se jubila, ¿sabes?

―Sí, señor. Algo había oído ―responde serio pero educado.

―Bueno, Manolo. Te dejo, que llego tarde a los discursos.

 

El joven se marcha corriendo. El hombre del ascensor se encoje de hombros y vuelve a reanudar su paso. En la esquina saca unas monedas de su bolsillo interior y descuelga el auricular de la cabina telefónica que hay en el callejón de detrás del edificio de oficinas.

 

―Hola cariño.

―Manolo, ¿ya has terminado hoy?

―Sí, mi vida. Ha sido un día largo.

―Bueno, con las mismas horas que el de ayer y el de anteayer.

―Marisa, ya sabes a lo que me refiero…

―Sí, mi vida. ¿Cómo estás? ¿Ha sido duro?

―Más que duro, ha sido un día triste. Las horas han pasado lánguidas. Ha habido momentos que no sabía si llorar o reír.

―Ay, mi vida, te entiendo. Tengo una sorpresa preparada esta noche.

―¿Una sorpresa?― sonríe.

―Vamos a celebrarlo por todo lo alto.

―No hace falta que te molestes…Tampoco es para tanto…

―Nada, nada…―le interrumpe la mujer ―no todos los días podemos celebrar que ya no volverás a enfundarte ese traje tan ridículo, cariño.―Y se ríe.

―Es verdad, mi vida. No me puedo creer que hayan pasado treinta años. Jubilado…―, suspira.

―Sí. Jubilado. Ahora podrás disfrutar de tus maquetas de tren. Y saldremos más…

―Se me acaban las monedas, cariño. No tardaré en llegar. Iré andando. Necesito caminar un poco.

―Te espero en casa. Un beso.

―Te quiero, Marisa.

 

El jubilado del ascensor cuelga y se mete las manos en los bolsillos de los pantalones de pana. Empieza a caminar calle abajo. Por primera vez en muchos años se siente aliviado y agradece que nadie le haya montado una fiesta sorpresa de despedida. Se sonríe ampliamente pensando en el postre que su mujer le tiene preparado.

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