El hombre del ascensor pasa ocho horas al día dentro de su lugar de
trabajo. Sube y baja por el edificio de oficinas. Todo el día. Del sótano al
ático, del entresuelo al vigésimo piso y de ahí de nuevo al recibidor.
Hace muchos años que cada noche, antes de acostarse, ensaya la que es su
sonrisa cordial ante el espejo. Ha de tratarse de una sonrisa comedida, no muy
forzada, que parezca natural. Una sonrisa que transmita serenidad y confianza.
La comisura de sus labios debe tensarse en su justa medida. Reconoce que a
pesar de llevar media vida en el oficio, todavía le cuesta intentar esconder el
pequeño hoyuelo que, de tanto en tanto, le aparece en la barbilla.
A la hora del té una mujer alta y gorda con abrigo de visón de color rojo
chillón entra en el ascensor.
―Al decimoquinto―, le dice sin mirarlo a la cara. Y se coloca de cara a la
puerta, al final del habitáculo.
Paran en el tercero y sube un hombre trajeado con maletín de cuero en la
mano derecha. Sonríe y parece que asiente para sí mismo.
―Buenas tardes tengan ―, dice con una alegría inusual en esta jornada de
jueves ―. Un día precioso, hoy, ¿verdad?
La mujer estirada lo mira impasible y levanta una ceja en señal de
aprobación.
―¿A qué piso, señor?
―Al decimoquinto por favor. Disfrutemos del viaje.
El hombre sonriente empieza a tararear una melodía conocida cuando el
ascensor se para en el octavo piso. Una pareja de secretarias en falda gris por
las rodillas entra riendo y hablando bajito. Miran los zapatos de la mujer de
atrás y sus grandes anillos de oro y unas risas juveniles estallan bajo sus
narices.
―¿A qué piso van, señoritas? ―, pregunta el hombre del ascensor
―Vamos al piso quince, gracias ―, responde la más alta de ellas.
Las puertas se cierran de nuevo y el hombre del ascensor se queda quieto al
lado del cuadro con los botones luminosos. Empieza a repasar mentalmente los
minutos que le quedan hasta el fin de la jornada y una tímida sonrisa hace
sombra en la comisura de sus labios. Se da cuenta y se corrige la expresión.
Hasta el decimotercer piso no paran y las puertas se abren de par en par.
No hay nadie esperando. El hombre del ascensor saca la cabeza y la gira a
derecha e izquierda para comprobar que efectivamente no haya nadie esperando.
Al fondo del pasillo le parece ver un globo rosa que se pierde en la esquina.
Cierra de nuevo y continúan su viaje ascendente.
El hombre trajeado ha dejado de tararear y ahora repiquetea los dedos en su
maletín. La gorda del visón parece muerta toda estirada en la parte trasera
mientras sujeta con fuerza su bolso de Chanel. Las jóvenes han callado y una de
ellas se muerde las uñas.
―Piso quince. Pasen un buen día―, dice el hombre del ascensor con voz
aséptica y mantiene las puertas abiertas mientras van saliendo los pasajeros.
―Señoras. Caballero ―, saluda con la cabeza y un amago de sonrisa, que ya
no intenta disimular, asoma de repente.
Al terminar la jornada, el hombre del ascensor se ha cambiado de ropa y
ahora lleva un sombrero de ala gris y zapatos de cordones. Están algo
desgastados. Un viento helado le golpea la cara y esconde la frente bajo el
sombrero.
En la esquina se topa con el secretario general del quinto piso.
―Hombre, Manolo, ¿dónde vas tan cabizbajo? ―, le espeta el joven
golpeándole la espalda.
―Ya he terminado por hoy, señor.
―Creía que vendrías a la despedida del director general. Le han montado una
fiesta en el piso quince. Hoy se jubila, ¿sabes?
―Sí, señor. Algo había oído ―responde serio pero educado.
―Bueno, Manolo. Te dejo, que llego tarde a los discursos.
El joven se marcha corriendo. El hombre del ascensor se encoje de hombros y
vuelve a reanudar su paso. En la esquina saca unas monedas de su bolsillo
interior y descuelga el auricular de la cabina telefónica que hay en el
callejón de detrás del edificio de oficinas.
―Hola cariño.
―Manolo, ¿ya has terminado hoy?
―Sí, mi vida. Ha sido un día largo.
―Bueno, con las mismas horas que el de ayer y el de anteayer.
―Marisa, ya sabes a lo que me refiero…
―Sí, mi vida. ¿Cómo estás? ¿Ha sido duro?
―Más que duro, ha sido un día triste. Las horas han pasado lánguidas. Ha
habido momentos que no sabía si llorar o reír.
―Ay, mi vida, te entiendo. Tengo una sorpresa preparada esta noche.
―¿Una sorpresa?― sonríe.
―Vamos a celebrarlo por todo lo alto.
―No hace falta que te molestes…Tampoco es para tanto…
―Nada, nada…―le interrumpe la mujer ―no todos los días podemos celebrar que
ya no volverás a enfundarte ese traje tan ridículo, cariño.―Y se ríe.
―Es verdad, mi vida. No me puedo creer que hayan pasado treinta años.
Jubilado…―, suspira.
―Sí. Jubilado. Ahora podrás disfrutar de tus maquetas de tren. Y saldremos
más…
―Se me acaban las monedas, cariño. No tardaré en llegar. Iré andando.
Necesito caminar un poco.
―Te espero en casa. Un beso.
―Te quiero, Marisa.
El jubilado del ascensor cuelga y se mete las manos en los bolsillos de los
pantalones de pana. Empieza a caminar calle abajo. Por primera vez en muchos
años se siente aliviado y agradece que nadie le haya montado una fiesta
sorpresa de despedida. Se sonríe ampliamente pensando en el postre que su mujer
le tiene preparado.
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