domingo, 9 de junio de 2013

NO ME CUENTES MÁS CUENTOS


Cuando el lector compulsivo empezó a perder la visión su mujer le dio un ultimátum: debería desprenderse de los miles de libros que reinaban la casa. Siempre se había considerado un hombre inseguro y tímido y las estanterías de su hogar empezaron a llenarse progresivamente de todo tipo de novelas, relatos misteriosos y recopilaciones de recetas de cocina que le transmitían una visión concreta del mundo. Acumular conocimientos era lo único que le daba seguridad.

Año tras año su agudeza visual disminuía mientras aumentaba el grosor de sus lentes. Le costó tres meses levantarse de la butaca y tomar una decisión acertada. Una tarde ventosa de otoño el lector compulsivo cogió una de sus primeras novelas juveniles. Las yemas de sus dedos sintieron la aterciopelada humedad del paso del tiempo que transmitía la portada, recordó con tristeza el día que terminó su lectura por primera vez e inspiró con fuerza el aroma de aquella hoja amarillenta. Aspiró con tanta fuerza que la hoja se arrancó y acabó en su garganta. El hombre tosió instintivamente pero la página no parecía querer salir de su interior. Así que decidió generar un manto salivar para empujarla cuello abajo. No le extrañó el sabor a viejo; al contrario, algo personal le erizó el vello de los brazos. Así que decidió probar con la segunda página: la arrancó enérgicamente con la mano derecha y la hizo bolita. Se la introdujo en la boca y masticó. Salivó y tragó. Sintió como si nuevas ideas empezaran a inundar toda su piel. Arrancó la siguiente hoja, y otra. Y otra más. Así hasta que terminó con ese primer ejemplar. Alargó la mano y cogió otro libro. Lo olió profundamente. Un aroma profundo a madera y barniz le inundó las fosas nasales. Sacó la lengua y lamió la portada. Chasqueó los dientes ante un sabor algo metálico y organizado. Pensó entonces, que tenía ante sí un segundo plato de bricolaje. Arrancó tres hojas a la vez y se las metió en la boca. Aunque no le gustaba mucho el sabor de los capítulos que hacían referencia a cambios de estanterías siguió compulsivo con el capítulo de lija de tablones que le dio un respingo en el paladar. Masticó rápido y tragó casi sin saborear. Luego cogió otro pequeño ejemplar. Quitó con las manos el polvo del lomo. No recordaba haber leído un ejemplar como ese. Sentía que aún tenía mucho que aprender. Decidió empezar por la última página y una explosión de fresa, naranja y aroma de jazmín se apoderó de su boca. Era muy agradable masticar líneas tan mágicas y de repente se topó con el sabor de un mago, el frescor de bosques encantados y una pizca salada de un lago perdido. La gula literaria aumentaba a cada nuevo bocado y continuó con un ansia literaria casi compulsiva.

Su mujer sonreía de satisfacción al ver que, día tras día, los libros desaparecían misteriosamente de los estantes del hogar.

A medida que engullía cada libro, sus ideas, sus palabras, los capítulos, la coherencia interna de cada relato se anclaban en los poros de su piel, los pliegues de su cuerpo y las neuronas bajo su escaso pelo blanco. Una extraña sensación de saber lo llenaba poco a poco y sin parar como si encontrara la seguridad vitalmente buscada. Tres meses más tarde en el comedor ya solo quedaba una vieja enciclopedia que acumulaba polvo en la estantería.

Antes de morir comprendió por fin la esencia de los agujeros negros, la magia del limón en los platos de pescado y por qué los enanos de los cuentos siempre le sonreían a la vida.

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