Cuando llegó ya era demasiado tarde. Se quitó la corbata y se
sentó en la silla metálica de la terraza de aquella cafetería de moda. La
mañana había empezado prometedora para aquel joven ingeniero informático que
había llegado a la ciudad hacía apenas tres meses. Y se quedó sentado sonriendo
y a la vez entristecido al verse de nuevo solo en aquella gran avenida rodeada
de oficinas, grandes semáforos y puestos de hamburguesas baratas.
Aquel día el despertador había sonado a las seis como cada
mañana desde que decidió dejar su hogar familiar en el pueblo y empezar una
nueva carrera en la capital. Se levantó, orinó, se afeitó cuidadosamente y se
tomó un café solo. Como él. No se consideraba un chico guapo pero le gustaba
vestir bien. Las gafas le daban un aire de interesante y las chaquetas le
entallaban una buena figura. No se acostumbraba a llevar corbata a diario pero
tampoco le quedaba mal. Prefería el color morado al negro y escuchar jazz por
las tardes. Se montó en el autobús en hora punta y se dejó llevar por la
tediosa multitud de la mañana. Saludó tímido a sus compañeros al llegar a la
oficina y arrebolló su cansada espalda en la silla giratoria. Las expectativas
puestas en ese nuevo trabajo se habían desvanecido muy pronto y dejaba pasar
las horas entre cálculos infinitos y miradas por la ventana de aquel edificio
gris.
A media mañana dudó entre levantarse y tomar un café aguado
de la máquina o dejarse ensoñar por las vistas del edificio contiguo al suyo.
Giró la vista y recorrió el muro de enfrente, los ventanales abiertos y los
neones empresariales. Se detuvo en una de las ventanas que aún seguía cerrada y
se percató que una chica en traje negro le miraba atenta. Unos pendientes
plateados asomaban por debajo de su melena negra. Al principio no creyó que le
mirara a él. Se giró buscando entre sus compañeros el blanco de la mirada de
aquella chica. Era muy guapa y le sonreía. Ella le asintió con la cabeza y le
señaló con el índice. Sí, era a él. Y se sonrojó. Ella empezó a escribir algo
en un folio con un gran rotulador negro. Y en unos segundos le mostró el cartel
escrito a mano: “Hola”. Le gustó su reacción imprevista y decidió contestarle:”
Hola”, escribió también en un folio. Temía que su jefe saliera del despacho y
lo pillara jugando a los mensajitos a través de la ventana así que se aseguró
que nadie le veía escribiendo. Ella volvió a escribir y le mostró una cara
sonriente. Él le devolvió otra con tres pelos en la testa. Ella se rio. Y él se
sintió contento. Y de alguna forma atraído por esa desconocida con la que
acababa de entablar una extraña conversación.
Pasaron la mañana jugando al tres en raya con sus papeles, y
se explicaron chistes a mediodía. Antes de comer ya conocían sus gustos
cinematográficos y a la hora del café él descubrió que su flor favorita eran
los tulipanes. Se acercaba la hora de marchar y cada vez se sentía más atraído
y emocionado con esos juegos mudos.
Cinco minutos antes de terminar su jornada ella le escribió
un último cartel:” ¿Te gusta el café?”. “Por supuesto”, respondió él con una
letra temblorosa.” En 10 minutos en la cafetería de la esquina. Te espero en la
terraza”, le sugirió ella. Y se levantó de la mesa, se retocó el maquillaje,
cogió el bolso y desapareció de su campo de visión. Al perderla de vista, su
corazón empezó a latir como nunca le había latido, las manos empezaron a
sudarle y se sintió felizmente nervioso. Cerró su ordenador, se puso la
chaqueta con rapidez y salió disparado hacia el ascensor. Las rodillas le
temblaban y no esperó que llegara así que bajó las escaleras de tres en tres.
En el segundo piso se encontró con un compañero de sección.
―¿Cómo andas, muchacho? ―le paró y le agarró por los hombros.
―Bien… bien… con un poco de prisa, hoy ―le contestó
rápidamente mientras daba un paso hacia atrás para deshacerse de su abrazo.
―Me alegro. ¡Ah! Casi se me olvida… mi mujer y yo vamos a
hacer una barbacoa el próximo sábado. Estás invitado.
―Gracias. Muchas gracias. Ya te digo algo.―le contestó
mientras bajaba los escalones y se agarraba con fuerza a la barandilla. El
temor de que ella se hubiera ido le martilleaba las sienes.
Una bofetada de calor le dio en la cara al salir a la calle y
miró a derecha e izquierda orientándose de nuevo en aquella calle demasiado
conocida. Visualizó la cafetería al otro lado y cruzó corriendo sin percatarse
que el semáforo parpadeaba en rojo para los peatones. Pensó que no sabría qué
decir a aquella chica cuando se la encontrara delante y empezó a dudar. Al
llegar a la terraza miró por todas partes, buscó desesperado en cada una de las
mesas pero no la vio en ninguna. Entró en el bar y se paseó por cada esquina.
Nada. Finalmente, salió de nuevo, se sentó en una silla metálica y se pasó la
mano por el cabello. Había llegado demasiado tarde. El nudo de la corbata le
apretaba con fuerza y decidió quitársela. Suspiró al aire y encogió los hombros
al cielo. Se quedó quieto, observando a la gente pasar, viendo como las prisas
se apoderaban de todos aquellos oficinistas grises, de aquellos empresarios
apresurados y algún turista perdido.
Entonces le pareció ver a lo lejos, en la otra esquina de la
calle como un cartelito se movía en el aire. Se levantó y achicó los ojos para
intentar leer aquel mensaje: “Hola. Estoy aquí”. El tiempo pareció enmudecer y
las gentes parecían más borrosas. Nunca olvidaría su preciosa imagen blandiendo
el folio al aire y mordiéndose el labio superior mientras le sonreía sentada en
otra terraza. Por muchos años que pasaran ese seguiría siendo el día más feliz
de su vida.
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