domingo, 9 de junio de 2013

AMADOR


Amador se levanta cada mañana y lo primero que hace es mirar la fotografía de su esposa. Inspira hondo, cierra los ojos otra vez y recuerda el último viaje en barco, la ve a ella arreglando las flores del jardín o sacando un pastel de zanahoria del horno.

Mientras  toma el té con canela de media tarde, el teléfono suena. Amador se estremece ya que hace demasiado tiempo que no espera ninguna llamada. Lo deja sonar una vez, y otra. Y otra más. Al cuarto timbre su gata Pita levanta la cabeza del sofá y lo mira como diciéndole cógelo, anda.

―¿Sí, dígame?

―Amador, soy Rafael ―. El silencio se adueña de la línea durante treinta segundos― Ya sé que hace tiempo que no hablamos. Me encantaría que esta llamada fuera para contarte algo más alegre pero…

―Margarita, ¿verdad? ―,  pregunta Amador retóricamente. Este es el único marido de su única hermana.

―Al final no pudo resistir el tratamiento. Te esperamos esta tarde en el cementerio.

―Ya sabes que yo… ―intenta explicarse Amador.

―¿Hoy tampoco has salido de casa? No te preocupes. Te acabo de mandar un taxi. Estará allí en una hora ―responde algo tajante el cuñado. Y cuelga.

Amador deja el auricular y se queda quieto. Parece que mira a través de la ventana pero en realidad no ve nada de lo que ocurre en la calle residencial donde vive desde hace siete años y a la que decidió no volver a salir hace unos cuatro. Al principio le daba vergüenza encontrarse con algún conocido en el colmado que le parara para preguntarle si necesitaba algo de comer. Más tarde dejó de arrancar las malas hierbas del jardín porque era su mujer quien lo hacía. Le encantaba mirarla desde el porche mientras cortaba hojas secas o regaba el césped. Ya no había motivos para ir al cine, o pasear por el parque. Más tarde ya no había motivos para sonreír si ella no se reía con él. Se pasaba los días en casa, mirando la vida pasar por detrás de las cortinas.

El lomo peludo de Pita a sus pies lo devuelve  al presente y Amador le acaricia por detrás de las orejas.

―Tú tampoco quieres que salga, ¿verdad? ― le dice al animal. Pita maúlla amargamente y se entreteje entre sus piernas evitando que suba a la habitación para vestirse.

―A mí también me resulta doloroso, pero esta vez debo ir ―parece decirse a sí mismo.

A la hora en punto el taxi está en la calle. Amador abre la puerta y el sol le abofetea en los ojos. El jardín lo recibe desolado, triste. Las antiguas flores se han ahogado con la sombra de las hierbas altas. Pita sigue maullando y da vueltas sobre sí misma en el sofá. Amador cierra de un golpe y entra en el vehículo amarillo.

Extrañamente el joven taxista no habla mucho y Amador lo agradece en silencio. En estos cuatro años el barrio no ha cambiado mucho. El viejo del quiosco sigue abriendo por las tardes, y en el parque hay un grupo de niños cocinando con barro. La mujer del florista parece que sigue yendo a la peluquería cada jueves y la nueva cafetería ya no es tan nueva.

Al pasar por delante de la biblioteca a Amador le duele el pecho. No puede evitar recordar que fue en la sala de botánica donde la  conoció. Del bolsillo interior de su chaqueta saca un pañuelo de tela y enjuga una lágrima.

En el cementerio hay unas cincuenta personas. No conoce a muchas de ellas y decide dirigirse directamente a saludar a su cuñado que, con los ojos en rojo, intenta sostenerse en pie y aceptar las condolencias de conocidos y vecinos. Amador le estrecha la mano y con la otra le sostiene el hombro derecho.

―Margarita dejó esto para ti. Explícitamente me dijo que te lo entregara hoy.―El cuñado le entrega un sobre gris. Está cerrado. En la  parte frontal reconoce la letra redondilla de su hermana.

Amador ha perdido ciertas habilidades sociales y cuando alguna conocida se le acerca él se limita a asentir y agradecer con la mirada.

El mismo joven taxista le espera al salir. Esta vez decide sintonizar una emisora de música clásica. Amador piensa que quizás no sea conductor por vocación. En ese momento abre el sobre que su cuñado le ha entregado. Rasga lentamente el lateral y saca una vieja fotografía. Está un poco amarillenta  pero se distinguen perfectamente tres figuras de pie. En medio está él, Amador, algo más joven, erguido y en pantalones cortos. A su derecha está su hermana Margarita. Sostiene un rastrillo y señala un rosal acabado de plantar. A la izquierda de Amador está su mujer. Tan radiante en su vestido rojo y con los pies descalzos. Sus mejillas pecosas dibujan una sonrisa amplia y brillante. A su esposa le encantaban las rosas. Siempre rojas. Deja la fotografía en su regazo y se pierde mirando por la ventanilla. Se da cuenta de su imagen reflejada en el cristal. Está sonriendo.

―Pare en la esquina, por favor ―le pide al conductor.

Amador entra en la floristería. Compra un saco de abono, semillas de rosal y un rastrillo nuevo.

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