Amador se levanta cada mañana y lo primero que hace es mirar
la fotografía de su esposa. Inspira hondo, cierra los ojos otra vez y recuerda
el último viaje en barco, la ve a ella arreglando las flores del jardín o sacando
un pastel de zanahoria del horno.
Mientras toma el té
con canela de media tarde, el teléfono suena. Amador se estremece ya que hace
demasiado tiempo que no espera ninguna llamada. Lo deja sonar una vez, y otra.
Y otra más. Al cuarto timbre su gata Pita levanta la cabeza del sofá y lo mira
como diciéndole cógelo, anda.
―¿Sí, dígame?
―Amador, soy Rafael ―. El silencio se adueña de la línea
durante treinta segundos― Ya sé que hace tiempo que no hablamos. Me encantaría
que esta llamada fuera para contarte algo más alegre pero…
―Margarita, ¿verdad? ―, pregunta Amador retóricamente. Este es el
único marido de su única hermana.
―Al final no pudo resistir el tratamiento. Te esperamos esta
tarde en el cementerio.
―Ya sabes que yo… ―intenta explicarse Amador.
―¿Hoy tampoco has salido de casa? No te preocupes. Te acabo
de mandar un taxi. Estará allí en una hora ―responde algo tajante el cuñado. Y
cuelga.
Amador deja el auricular y se queda quieto. Parece que mira a
través de la ventana pero en realidad no ve nada de lo que ocurre en la calle
residencial donde vive desde hace siete años y a la que decidió no volver a
salir hace unos cuatro. Al principio le daba vergüenza encontrarse con algún
conocido en el colmado que le parara para preguntarle si necesitaba algo de
comer. Más tarde dejó de arrancar las malas hierbas del jardín porque era su
mujer quien lo hacía. Le encantaba mirarla desde el porche mientras cortaba
hojas secas o regaba el césped. Ya no había motivos para ir al cine, o pasear
por el parque. Más tarde ya no había motivos para sonreír si ella no se reía
con él. Se pasaba los días en casa, mirando la vida pasar por detrás de las
cortinas.
El lomo peludo de Pita a sus pies lo devuelve al presente y Amador le acaricia por detrás
de las orejas.
―Tú tampoco quieres que salga, ¿verdad? ― le dice al animal.
Pita maúlla amargamente y se entreteje entre sus piernas evitando que suba a la
habitación para vestirse.
―A mí también me resulta doloroso, pero esta vez debo ir ―parece
decirse a sí mismo.
A la hora en punto el taxi está en la calle. Amador abre la
puerta y el sol le abofetea en los ojos. El jardín lo recibe desolado, triste.
Las antiguas flores se han ahogado con la sombra de las hierbas altas. Pita
sigue maullando y da vueltas sobre sí misma en el sofá. Amador cierra de un
golpe y entra en el vehículo amarillo.
Extrañamente el joven taxista no habla mucho y Amador lo
agradece en silencio. En estos cuatro años el barrio no ha cambiado mucho. El
viejo del quiosco sigue abriendo por las tardes, y en el parque hay un grupo de
niños cocinando con barro. La mujer del florista parece que sigue yendo a la
peluquería cada jueves y la nueva cafetería ya no es tan nueva.
Al pasar por delante de la biblioteca a Amador le duele el
pecho. No puede evitar recordar que fue en la sala de botánica donde la conoció. Del bolsillo interior de su chaqueta
saca un pañuelo de tela y enjuga una lágrima.
En el cementerio hay unas cincuenta personas. No conoce a
muchas de ellas y decide dirigirse directamente a saludar a su cuñado que, con
los ojos en rojo, intenta sostenerse en pie y aceptar las condolencias de
conocidos y vecinos. Amador le estrecha la mano y con la otra le sostiene el
hombro derecho.
―Margarita dejó esto para ti. Explícitamente me dijo que te
lo entregara hoy.―El cuñado le entrega un sobre gris. Está cerrado. En la parte frontal reconoce la letra redondilla de
su hermana.
Amador ha perdido ciertas habilidades sociales y cuando alguna
conocida se le acerca él se limita a asentir y agradecer con la mirada.
El mismo joven taxista le espera al salir. Esta vez decide
sintonizar una emisora de música clásica. Amador piensa que quizás no sea
conductor por vocación. En ese momento abre el sobre que su cuñado le ha
entregado. Rasga lentamente el lateral y saca una vieja fotografía. Está un
poco amarillenta pero se distinguen
perfectamente tres figuras de pie. En medio está él, Amador, algo más joven, erguido
y en pantalones cortos. A su derecha está su hermana Margarita. Sostiene un
rastrillo y señala un rosal acabado de plantar. A la izquierda de Amador está
su mujer. Tan radiante en su vestido rojo y con los pies descalzos. Sus
mejillas pecosas dibujan una sonrisa amplia y brillante. A su esposa le
encantaban las rosas. Siempre rojas. Deja la fotografía en su regazo y se
pierde mirando por la ventanilla. Se da cuenta de su imagen reflejada en el
cristal. Está sonriendo.
―Pare en la esquina, por favor ―le pide al conductor.
Amador entra en la floristería. Compra un saco de abono,
semillas de rosal y un rastrillo nuevo.
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