La actriz
de variedades se empolva la nariz como cada noche desde hace tantas veladas. Su
mirada se cruza con el ramo de rosas secas que preside el tocador. Tres
horquillas, un joyero romántico de plata y varios peines de púas desgastadas ya
no le recuerdan tiempos mejores.
Las
lentejuelas del vestido le sonríen con cierto escepticismo mientras las plumas
de sus medias se transforman en risas contenidas de desesperanza.
Toda una
vida encima del escenario: miradas lascivas en su juventud la acogían desde el
palco principal; indiferencia complaciente tras unos aplausos en su madurez
conservada. El maquillaje ya no puede esconder las arrugas de su expresión.
Para esta última sesión tan sólo espera que algún ojo optimista le regale una
sonrisa cómplice.
Se ajusta
las pestañas postizas y se retoca los zapatos de charol. La triste bombilla que
preside el espejo esférico parece que le guiña un ojo. Por fin ha decidido
bajar el telón.
Al
terminar la función, el único espectador de la noche la espera en la puerta de
servicio. Le da un beso en la nariz, le acaricia el mentón y le pasa un brazo
por encima de los hombros. “Nena, hoy has estado mejor que nunca”, le susurra
al oído. Ella asiente y, en silencio, se lamenta de que a estas alturas su
marido no sepa mentir mejor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario