domingo, 9 de junio de 2013

EL NIÑO PÁLIDO


El niño tenía los ojos negros, henchidos en una cara pálida. Tenía las orejas blancas, las mejillas blancas y de sus manos blancas nacían unas uñas rosaditas. En su palidez, hablaba solo en el patio del colegio. El resto de niños y niñas le tenían miedo.” Parece un muerto”, susurraban detrás del tobogán. “Es el hijo del demonio”, se oía a lo lejos, detrás de las papeleras. Cuando el niño pálido volvía a casa, a la hora de la merienda, se escondía en un armario y soñaba con náufragos en islas desiertas, con perros sedientos y sopas de caracol.

Una mañana, de camino a la escuela, bajo un portal, se encontró con un loro de pico afilado. Sus plumas, espejos de colores, y su cola, larga armonía de rojos, verdes y amarillos. El niño recogió al animal y le preguntó si le gustaban las flores de papel. El loro no dijo nada. Ni lo miró. Las cuencas de sus ojos estaban vacías y en el lugar donde debían encontrarse dos ojos de cristal no había más que dos piedrecitas grises.

Ahora el niño pálido ya no lo es y se ha convertido en un hombre autosuficiente que, por rebeldía, le canta a la luna llena, nunca dice el número siete y sólo come aceitunas negras. Con hueso, por supuesto.


 

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