El niño tenía los ojos negros, henchidos en una cara pálida. Tenía las
orejas blancas, las mejillas blancas y de sus manos blancas nacían unas uñas
rosaditas. En su palidez, hablaba solo en el patio del colegio. El resto de
niños y niñas le tenían miedo.” Parece un muerto”, susurraban detrás del tobogán.
“Es el hijo del demonio”, se oía a lo lejos, detrás de las papeleras. Cuando el
niño pálido volvía a casa, a la hora de la merienda, se escondía en un armario
y soñaba con náufragos en islas desiertas, con perros sedientos y sopas de
caracol.
Una mañana, de camino a la escuela, bajo un portal, se encontró con un loro
de pico afilado. Sus plumas, espejos de colores, y su cola, larga armonía de
rojos, verdes y amarillos. El niño recogió al animal y le preguntó si le
gustaban las flores de papel. El loro no dijo nada. Ni lo miró. Las cuencas de
sus ojos estaban vacías y en el lugar donde debían encontrarse dos ojos de
cristal no había más que dos piedrecitas grises.
Ahora el niño pálido ya no lo es y se ha convertido en un hombre
autosuficiente que, por rebeldía, le canta a la luna llena, nunca dice el
número siete y sólo come aceitunas negras. Con hueso, por supuesto.
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